Todos
los pacientes de enfermedades crónicas saben de la dificultad, en muchos casos,
para saber a ciencia cierta qué tienen, qué les pasa y qué pueden hacer para
estar mejor.
A
nadie le extrañará sabe que un enfermo se venga abajo y entre en una depresión
si ve como su vida cambia por completo, como pierde incluso su trabajo, y no
sabe a qué es debido o porqué.
Este
post nos habla de un caso dramático de una joven. Una joven que no solo tuvo
que esperar para un diagnóstico, sino que este fue erróneo en un principio,
alterando por completo su calidad de vida, y lo peor, su propia estima.
Esperamos
que casos como este no se vuelvan a repetir, ¡Nunca!
* Noticia aparecida en el diario vasco, escrita por María José Carrero.
Hay relatos estremecedores de principio a fin. Como el de Nerea, nombre de una adolescente bilbaína que ha vivido un auténtico calvario por un mal diagnóstico de su enfermedad de Crohn, un sufrimiento que llevó a la joven a decir a su madre: «Ama, pienso en suicidarme». Su espeluznante historia la ha escrito un inspector médico de Osakidetza. Ha sido el encargado de instruir un informe de lo ocurrido a raíz de la reclamación presentada por la familia. Este dictamen, al que ha tenido acceso este periódico, ha llevado al Servicio Vasco de Salud a compensarla con 34.000 euros sin llegar a juicio, al admitir que es responsable de la negligente asistencia sanitaria prestada durante un largo año.
Como la pérdida de peso es evidente, su médico de atención primaria la deriva a la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria (UTCA) de Basurto. Antes de producirse el ingreso en este centro, es valorada en dos ocasiones en Urgencias de Psiquiatría de este hospital. La psiquiatra constata que la adolescente «no presenta distorsión de su imagen corporal, ni conductas purgativas», dos indicios típicos de las personas con anorexia, así que le da el alta con un diagnóstico nada clarificador: «Trastorno de alimentación no especificado».Los hechos arrancan en febrero de 2010 cuando Nerea (entonces tenía aún 14 años) sufre fuertes dolores abdominales que le hacen comer poquísimo. A lo largo de meses y meses, es atendida en consultas ambulatorias por un especialista en digestivo. En las diferentes pruebas que le realizan -ecografía, gastroscopia y biopsia de mucosa intestinal para descartar que sea celíaca- no se observan «alteraciones reseñables».
Nada más arrancar 2011, Nerea es vista por primera vez en la consulta externa de la UTCA. Según los informes que ha manejado el inspector, la propia joven explica a otro psiquiatra que ha reducido la ingesta «por molestias digestivas», pero niega «tener deseos de adelgazar». Todo lo contrario, «se muestra preocupada por la pérdida de peso». En ese momento, está en 32,2 kilos y su índice de masa corporal es de 12,8. El psiquiatra requiere que la vea un especialista en endocrinología. Esta nueva facultativa piensa que puede haber «un componente depresivo» y recomienda su ingreso «para completar la valoración y mejorar su evolución». El psiquiatra se hace eco de este consejo y la deriva a la unidad de hospitalización psiquiátrica infanto-juvenil de Basurto, pese a que «no está claro que se trate de un auténtico caso de anorexia nerviosa».
El 3 de febrero de 2011, la adolescente acude por vez primera a la psiquiatra responsable de la citada unidad, donde queda ingresada. Pese a las dudas de todos los facultativos que la han visto con anterioridad, esta doctora «impone el criterio de que se trata de un caso de anorexia nerviosa». Al día siguiente, le prescribe un ansiolítico y un antidepresivo y «prohíbe visitas durante 48 horas». Una vez transcurrido ese tiempo, solo su madre (viuda desde hacía cuatro años) puede verla una hora siempre que «la paciente coma todo». Tres días más tarde, la misma doctora, al no apreciar cambios en su actitud, decide que debe de alimentarse por sonda nasogástrica, una situación que se mantiene semanas.
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